Crónicas del más allá (IV): la degradación de la esperanza | EL ESPECTADOR

2023-02-15 16:09:12 By : Mr. Kevin Yang

La casa me fue acercando, como un imán. De lejos la veía tan pequeña que parecía la maqueta de una casa antigua. Mi paso era sereno. No había prisa en mi andar, pero tampoco tenía forma de frenar. Debía acercarme. Esa distancia inmensa que me separaba de un objeto diminuto único, casi fuera del espacio, me hizo saber que otra vez estaba en el más allá. Mientras me acercaba, la casa iba creciendo, como si fuera una casa que se hubiera comido una galleta que decía “cómeme”. Una casa como de cuento de hadas que crecía y crecía. Detrás de la casa había unos pinos enormes, y la casa misma tenía una fachada de paredes gastadas, casi cubierta por una hiedra de un verde nítido, primaveral. En la primera planta una puerta más baja del suelo, y dos ventanas de marcos de madera. Arriba una sola ventana y un techo de teja rústicas francesas. Ya muy cerca me quedé observándolas. Esos pequeños rectángulos que conformaban el techo, unas piezas planas de cerámica antigua, de diferentes colores terrosos que daban la sensación de caerse en cualquier momento, como si fuera el techo de una casa de muñecas. (Recomendamos: Lea la primera entrega de esta serie: el encuentro con Julio Cortázar).

No suelo entrar así a casas desconocidas. Me enseñaron a tocar la puerta, esperar que alguien me abra, saber en qué lugar y donde quién estoy entrando. Pero en esta otra realidad las cosas son muy diferentes. Yo simplemente giré la chapa, abrí la puerta y entré. No recuerdo si cerré la puerta. Como poseída, caminé por la casa hasta entrar en el gran salón. Ahí encontré una persona de espaldas sentada frente a una mesa redonda grande, una superficie lisa, café oscuro, donde la persona, que desde más cerca podía saber que era un cuerpo de mujer, escribía a mano sobre un cuaderno. Me detuve. La falta de luz en ese lugar me llamó la atención. Había varias ventanas, pero todas tenían cortinas desordenadas, de telas cada una diferente. Había unas pequeñas grietas entre las telas por donde se colaban algunos rayos de luz. Oí una voz que me dijo, siga, siga, la estaba esperando. Miré a un lado y no vi a nadie, al otro y en la esquina, sentada en una butaca junto a un piano la vi. Se levantó y caminó hacia mí. Era una mujer pequeña, que se movía con lentitud. Cuando la penumbra alcanzó para iluminar el rostro entendí quién era. (Recomendamos: Lea la segunda crónica de esta serie: encuentro con Clarice Lispector).

—¿Me ve? — dijo mi nueva guía. Marguerite Duras, ama y señora de esa casa.

—Sí la veo —le dije mientras ella se acercaba y se paraba a mi lado, hombro a hombro conmigo, para mirar a la otra que seguía escribiendo en la mesa. Me llamó la atención que la mujer a mi lado estaba vestida igual que la otra. Un saco cuello tortuga beige, encima un chaleco café oscuro, una falda de un tono gris arriba de las rodillas, y unos botines de tacón pequeño.

La Marguerite que me habla toma una silla de madera que estaba recostada contra una ventana, la acerca a la mesa y me llama con un gesto de la mano. Ahí puedo verle mejor el rostro, las gafas con ese marco pesado y los ojos de anciana, cansados. Veo también sus manos con tres anillos en cada una y muchas pulseras. Me sorprende que aun en la muerte tenga tantos adornos. Me pide que me siente ahí. No tengo manera de negarme. Me siento con la cabeza mirando hacia la mesa, ella tal vez nota mi incomodidad, mi miedo. Pone su mano sobre mi frente y me levanta la cabeza. Ahí está, Marguerite, la mismísima, escribiendo. La casa en silencio. Me parece que estamos solas. (Recomendamos: Lea la cuarta entrega de esta serie: encuentro con Yukio Mishima).

—Mírela bien, esto es un regalo.

Lo que viví en ese momento es difícil de explicar. Entré en la mente de esa mujer. De un momento a otro yo sentía el movimiento vertiginoso de esa mente, de esa memoria volcada a cataratas en el papel. Una vida entera narrándose a una velocidad inusitada. Mi guía me explicó que estábamos en el año 1983, que recientemente había salido de una de las curas de alcoholismo a las que tuvo que someterse. La peor de todas. Había vivido semanas en el delirio, viendo cosas que no existían. Su hijo y su amado Yann temiendo que nunca volviera a la realidad. Y volvió, con 68 años y se sentó en la lucidez plena a escribir la que sería su novela más importante, El amante. Toda su vida agolpada en un solo libro, Y lo que es más impresionante, sus dos secretos más importantes saliendo por fin a la luz completa. Ella como una extensión deseante, de su hermano Paul. Ella, amante de un amarillo, el chino que desfloró a la chica blanca.

—Una de mis mayores fantasías ha sido entrar en la mente de un compositor o un ajedrecista. Jamás imaginé entrar en la mente de una escritora —le dije en medio de mi asombro delicioso.

—No, no sé cómo explicarle, viví el pensamiento.

Marguerite se rió, me dijo que no fuera miedosa, que ella me estaba permitiendo ir al único lugar verdaderamente sagrado; la mente y el estado del pensamiento que escribe. Me parece que con todo eso que yo había podido sentir en esos instantes necesitábamos ahora llegar a las imágenes. Dijo que me iba dar un 4 × 1. Infancia y juventud. Yo me reí. No sabía mucho de la vida de esa mujer, habría preferido ver una gran película, que me lo contara todo, ahora que el pensamiento había hecho estragos en mi mente. Pero ella no estaba dispuesta a tanto, era 4 × 1, y punto.

Cómo dos niñas chapoteamos en las riberas de un brazo del río Mekong. Al lado Paul y Marguerite Donnadieu de niños se revuelcan entre el agua, corren, vuelan entre el calor permanente del trópico en busca de pumas y cocodrilos.

—No sé cómo sobrevivimos — me dice.

Le alegra saber que un revés de la vida le permitió esa infancia. Habían llegado a Indochina porque el padre venía en la legión francesa a colonizar. Pero cuando ella tenía cuatro años el padre enfermó y tuvo que viajar a Francia y murió pocos años después. La ausencia del padre, la madre trabajando para sacar adelante a la familia creó ese espacio de libertad. Explica que eran dos niños franceses convertidos en anamitas, dos niños incapaces de probar un bocado de la comida de la patria, dos niños que hablaban mejor la lengua vietnamita que francés. Una madre avergonzada, aterrorizada de ver en lo que se estaban convirtiendo. Pero no era el único revés que vendría. La madre invirtió todos sus ahorros en comprar una tierra para la siembra. Una tierra junto al mar. Y resultó siendo una tierra salada donde cada año el mar se devoraba lo sembrado. La quiebra total. Así, la madre terminó siendo un recipiente de la ira, de la frustración. Una madre, una familia, que no sabía amar. Todo era violencia y silencio.

Estamos sentadas en una carretera en Indochina, a un par de kilómetros de la casa familiar. La adolescente, de doce o trece años, espera por una salida de esa vida insoportable. Se sienta bajo el sol, la vemos con un sombrero, un vestido y un cinturón grueso que le hacen ver patética. Una chica a la moda de una moda sin moda. Con Marguerite dejo de sentirme testigo. Hay algo en ella tan generoso que logro sentir en mi propia carne las vivencias que esta mujer me muestra. La adolescente cree en esa salida. Cree que alguien va a recogerla y la va a llevar a otro mundo, que no habrá regreso a la casa familiar. A mí me parece terrorífico. Descubrí que soy una mujer qué necesita un centro, una familia, algo a que atarse. Ni ella ni yo la hemos tenido de verdad. Las dos hemos vivido el vacío, pero ella quiere soltar amarras, yo de adolescente quise volver a tejer un origen, un soporte en el amor de mi familia. Ningún carro para.

Caminamos por la casa del administrador. Marguerite quiere mostrarme a la dama. La esposa del administrador, una mujer destructora. Se sabe que esa mujer tuvo un joven amante, un amor, y desarrolló es habilidad que para Marguerite se fue volviendo una obsesión; ser mujer para destruir, una donadora de muerte. El chico terminó suicidándose de amor, ella lo sobrevivió impertérrita. También de amor se podía morir.

—Yo quería ser como ella — me dice cuando la vemos sentada en un salón mirando en lontananza.

—Yo vivía deseos prohibidos, quería ser mi hermano y a la vez poseerlo, me sabía atractiva y sexual. Quería destruir con mi sexo. Quería acceder a ese conocimiento prohibido que habitaba en el sexo de las mujeres. Me dijo que escribe.

—¿Se imagina haciendo otra cosa?

—No, hace 25 años empecé y no me veo parando.

—¿De verdad? — le dije sorprendida. Nunca me había imaginado que ella podría hacer algo diferente.

—Si no hubiera sido escritora sería prostituta.

Con todo lo que habíamos hablado hasta este momento, y aunque nunca me la hubiera imaginado siendo algo distinto a escritora, podía entender perfectamente que para ella la sexualidad era una forma más de la destrucción. Una suerte de destrucción transgresora. El culmen del territorio prohibido de la mujer que arrastra todo a la devastación.

—Finalmente, la salida me la dio mi madre. Eligió llevarme a vivir a Francia, volver a mi tierra.

Estamos en el barco. El barco partió y en las estelas en el mar la joven que ya dice que será escritora, descubrió que cada despedida es una nueva forma de la muerte. En toda su vida la acompañará la sensación de estar siempre despidiéndose y muriendo.

—Menos con mi hermano —me aclara— con la muerte de mi hermano se terminó mi infancia. Se acabó todo. A él lo creía inmortal, con su muerte me pareció que Dios se había equivocado.

No me atrevo a preguntarle si habría preferido que muriera su otro hermano, Pierre. Pero creo que no hace falta la pregunta, la violencia que Pierre había ejercido sobre Paul, y todo lo que se expresará con los años de su maldad, convertirse en un ladrón, un criminal, un jugador, haría que ella no pudiera quererlo nunca.

Esa despedida implicaba también dejar de lado al amante chino. Destruirlo en su amor. Dejarlo solo. Ella se satisface. Aunque pasaría el resto de su vida escribiendo sobre toda la experiencia vivida en Indochina, se esperaría hasta tener 68 años para contar la historia de ese primer carro que sí la recogió. Porque a los diez y siete años la mandan a vivir a Saigón, y es allí, en un transbordador, que conoce al amante chino que esconderá durante tantas décadas.

—Nunca supe si lo amaba, creo que ahí no había amor. Yo necesitaba llegar al deseo, experimentarlo, confiar en mi capacidad de destruir.

Llega a Duras, el lugar de la casa del padre, el lugar que le dará el nombre a la escritora que ya empieza a ser. Luego París, la universidad. Todo me lo va contando. Empieza a estudiar matemáticas, lo que la madre soñaba para la hija, pero su personalidad no le permite continuar, pasa a la carrera de derecho y ciencias políticas, crece en ella la esperanza del cambio social y la imperiosa necesidad de escribir. Seguimos en el barco, ella me va contando todos estos detales de su vida. En 1939 se casa con el joven escritor Robert Antelme, y en esos mismos años empieza la guerra, la ocupación alemana a Francia. Trabaja para el Circle de la Librairie, donde debe elegir qué libros se publican y cuáles no. En 1942 conoce a Dionys Mascolo y se enamora de él. Decide contarle a Robert y vivirán desde ese momento una relación amorosa de los dos hombres con ella, se hacen amigos, se vinculan a los movimientos de resistencia.

Aparecemos caminando por las calles de París. Me invita a tomar un café en el Café de Flore, en su barrio. Marguerite es voluntad pura. Conversamos de muchas cosas, me pregunta por mí, por mi país, por la historia de mi vida.

—¿Quiere morir? —me pregunta cuando entiende que soy una mujer viva que la ha llamado para conversar.

—No, quiero llegar a vieja, como usted. Pero no sé por qué paso tiempos en este más allá.

Me dice que aproveche, que pocos seres vivos entienden que la muerte está siempre ahí, que nos rodea. Yo me deleito de oírla y de ver pasar la gente por la calle. Sé que estamos en una época que yo no podría haber visto. Terminamos el café, el agua y salimos. Caminamos varias cuadras. Las escenas de París aparecen en sepia, como una película antigua. Pasamos frente a Les Deux Magots, cruzamos una plaza y llegamos al edificio 5 de la calle Saint-Benoit. Subimos. Las imágenes del tiempo en ese lugar se agolpan. Me recuesto en una pared, siento vértigo. Publica su primer libro, Les Impudents. La veo con sus dos hombres, la veo cocinando, alimentando gente, haciendo reuniones, ellos en la resistencia.

—Durante la resistencia el miedo era tan enorme que los recuerdos que me quedaron son de irrealidad —me dice.

Veo entrar tanta gente, André Bretón, Georges Bataille, François Mitterrand, Edgar Morin. Amigos y amigas, gente sin comida y sin techo que ella protege. Vemos el día en que Robert es detenido, su deportación y la larga ausencia. Vemos a Marguerite luchando día a día por recuperar al marido, escribiendo el diario, ese que publicará en 1985, El dolor. Vemos la espera eterna, insoportable. Llegan noticias del fin de la guerra. Vemos cómo los amigos de la ocupación se van llenando de miedo.

—En pocos días se dieron cuenta de que sus vidas estaban por terminar. Eran ellos los que tenían miedo en ese momento.

Me cuenta que cuando Robert regresó ella no fue capaz de mirarlo por varios días. Un hombre grande de ochenta kilogramos de peso convertido en una rama de 35 kilos, imposible. Pero días después se dedicó a cuidarlo, aunque ya había decidido divorciarse de él.

—El amor es solidaridad, lo demás es sexo —me aclara —Robert nunca acusó a una raza, a un pueblo, acusó al hombre, carcasa molida a palos, dijo.

Pocos días después, el 6 de agosto de 1945 la detonación, Hiroshima. No podía creerlo, se habían vuelto a atrever. Con éxito. Era todo parte del mismo impulso: doscientos mil muertos en nueve segundos.

Las imágenes siguen pululando. Ella y yo, una al lado de la otra, contra la pared, observando. Siguen las reuniones. Marguerite se inscribe en el Partido Comunista. Milita. Sueña. Convence a sus dos hombres de militar y la casa se vuelve una vez más espacio de conspiración. Pero su vida, la escritura, los dos hombres, las lecturas que hace la van llevando a ser expulsada del partido. A mucho honor, dice, porque terminó descubriendo que ahí tampoco había salidas verdaderas. Por esos años nació su hijo Jean, vivía con Dionys y tuvo muchos amores más. Además, regresó de lleno a la escritura. Publica casi un libro por año. No se detiene. Me cuenta también que la madre regresa a Francia, pero ella ya no quiere verla más.

—Venga, el fin de los cincuenta es importante. Son tres escenas. Veámoslas.

Escena uno, años cincuenta

Estamos en una sala de cine. El fantasma y yo sentadas juntas y adelante de nosotras Marguerite con Robert a un lado y Dionys al otro. Mucha gente alrededor. Es el estreno de la película Un dique contra el pacífico, basada en la novela de Duras y realizada por René Clement. Puedo sentir la alegría que ella siente de ver su infancia reflejada en esa pantalla. Podría pensarse que desde aquí surgió su deseo de hacer cine, pero aún faltan nueve años para que tome esa decisión. Al final de la película salimos y caminamos por las calles de París.

—Gracias a esa película, a los derechos que me pagaron, pude comprar mi casa del campo. Usted ya la vio, la casa de Neauphile.

—Sí, me pareció preciosa. Extraña, de todas maneras.

—De mis tres casas es la única que es “la casa”. El apartamento en París y el otro en Trouville no fueron transformados nunca. No me interesó decorarlos. La casa siempre fue mi lugar, esa patria que nunca tuve. En esa casa pasé diez años de soledad, de encierro. De pura escritura y cine.

Escena dos, años cincuenta

Entramos a un bar. Un viejo salón de techos altísimos lámparas y luces amarillentas. Hay una fiesta de Nochebuena. Vemos la barra espléndida, todo tipo Art Nouveau. Vemos a Marguerite sentada en una mesa. Esperando.

—Éste era uno de los lugares donde buscaba hombres. Desconocidos. Siempre yo necesitando impedirme la vulgaridad del amor.

La vemos levantarse, ella, y sentarse en la mesa donde hay un hombre alto de pelo liso un poco ondulado. Un hombre guapo, muy masculino.

—Aceleremos— me dice — Es Gerard Jarlot, un hombre que tenía una mirada tan penetrante que me permitió llegar hasta lo más esencial de su deseo en el primer encuentro.

Pasaron varias semanas sin encontrarse, ella tenía miedo de ese hombre. De la fuerza, porque la arrastraba. Terminó cediendo, pero siempre con él tuvo la sensación de un amor imposible. El la acompañó al entierro de la madre, a quien ella no había querido ver nunca más.

—Tras el entierro de mi madre pasamos varios días encerrados en un hotel junto al río, allí habría querido morir con él.

Tercera escena, años cincuenta

Alain Resnais viene a buscarla, quiere que ella escriba un guion para narrar el holocausto de Hiroshima. La sinopsis que le trae es horrible. Ella decide cambiarlo todo.

—Una vez más pude contar uno de mis secretos. Un amor que tuve con un alemán, otro de mis amores prohibidos.

Esa película no sólo le trajo la gloria mundial, el reconocimiento, cuando se estrenó en 1958, sino que le permitió ahondar en su reflexión sobre la maldad humana. El amor que destruye, que transforma, y el sexo, evocación de un pasado donde confluyen dolores y dichas antes vividas. Una francesa y un japonés que van a amarse, y sobre ellos se verá el holocausto. Esa bomba atómica que ya Marguerite había sufrido en 1945. Ella narra un amor, dos seres que se liberan, se entregan a los cuerpos. Pero el cierre de esta etapa, el fin de los años 50 es cuando Jarlot la deja. Ella no logra superar esa ruptura, se siente morir. Como la muerte de Paul, este nuevo abandono la va minando por dentro.

—De los años 60, un periodo en que escribí de forma vertiginosa, sólo puedo resaltar un acontecimiento. Mi primavera más feliz, mayo de 1968.

Esta vez aparecemos en la casa de campo, y en una de las paredes como una proyección, veo cruzar todas las imágenes de esos días. Marguerite comprometida, feliz viendo a los estudiantes, viendo esa gran revolución que por fin surgía. Marguerite creando grupos de escritores para apoyar el cambio. Las calles de París, la gente, el movimiento.

—Ese acontecimiento me cambió más que cualquier otro, me cambió como un gran amor puede cambiar a alguien. Después de eso todo ha sido degradación — me dice.

—Pero fue un cambio importante —digo yo —para el mundo entero.

—No, fue el principio del fin. Después de eso tuve que rendirme a la evidencia sobre el poder que existe. Un poder que se vende como si fuera hilo.

—No, yo soy feliz así. El optimismo me parece una cosa insoportable. Hemos llegado al final de todo. No sé en su tiempo. Pero así fue en el mío. Morí sabiendo que habíamos confundido la eternidad del ser humano con la eternidad del petróleo ¿no le parece gracioso?

—A mi si me duele lo que usted está diciendo. En mi presente, en mi país, por fin ha habido un cambio. Por fin un gobierno de izquierda puede llegar al poder.

—Pensé que yo no iba a vivir este momento, ya se lo dije, quiero llegar a muy vieja, pero tuve miedo de no verlo nunca. Ahora me regocija ver que mis hijos pudieron vivir este momento estando tan jóvenes. Y sé claro, igual que usted, que el poder degrada. No sé a dónde llegará todo esto.

En la misma pared empieza a mostrarme todas sus películas. Indian Song, El camión, Agatha, Nathalie Granger. No sólo vemos imágenes de las películas, también las imágenes de cómo hacía las películas. Las películas que grabó en su casa de campo, en París, en su casa del mar. La veo a ella pequeñita agarrando la cámara, como si estuviera montada en un potro, la veo gritándole al uno y al otro. Recordé que alguna vez había leído que el narcisismo de Marguerite Duras había llegado al extremo. ¿Sería eso lo que la llevó a hacer cine, convertirse en el ser que lo dirige todo? Le conté. Ella soltó una carcajada.

—No me desbordó a mí, desbordó a los demás. Todo lo mío era mejor.

—Sí, pasé diez años encerrada en esta casa. Toda la década del 70. Me emborrache diez años seguidos. Descubrí el gran valor de la soledad. Me regodeé en ella. Le va a sonar extraño, pero encontré que escribir era salir de mí misma es decir ser yo misma a profundidad. Para eso servía el encierro y la soledad. Para descubrir en el fondo de mis abismos todo lo que yo soy que es también el resto del mundo.

—Y el cine, ¿qué le daba el cine?

—Buena pregunta. Después de rodar varias películas entendí que las imágenes no tenían suficiente valor. Lo único que yo salvo en mi paso por el cine es la voz en Off. No sé si usted lo habrá visto. En mis películas grabábamos primero la voz de los actores y luego escuchándose actuaban. Era un vaciamiento de la imagen a favor de lo que se decía. Era un diálogo entre los principios. En el teatro, y en el cine empecé a cansarme del ornamento. Y el descubrimiento de la voz en off me permitió llegar a la esencia de la palabra por encima de la imagen.

Me muestra, en cámara lenta, una escena de la película Indian Song. La voz en Off de los actores y la pareja bailando en una sala inmensas junto a un piano. Recuerdo el teatro escritorio de Alejo, Alejandro Buenaventura, y las larguísimas discusiones que hemos tenido sobre la importancia del texto dramático por encima de la actuación.

La Marguerite del pasado entra en el gran salón, se sienta en su butaca frente al piano y empieza a tocarlo. Toca la música de una de las películas. Me explica mi guía. Ramona, la gata negra viene se sientan en sus piernas.

—Mi gata, mi amiga, mi hermana, mi amor. Pasé la soledad solo con ella. Sólo me resta mostrarle mi vista al mar. El lugar donde terminó la soledad.

Caminamos por la playa. El mar se ha alejado varios kilómetros. Es una imagen sobrecogedora; una arena con pequeños destellos de agua que en pocas horas volverá a ser un mar inmenso. No hay un alma en la playa, es invierno. Me cuenta que le encantaba venir en esa época cuando no había nadie y podía encerrarse a escribir a plenitud. Años antes ha comprado un departamento en lo que había sido el Grand Hotel des Roches Noires. Un hotel venido a menos que tuvieron que convertir en apartamentos. Un edificio estilo Belle Epoque, que se yergue frente al mar del Norte en Trouville. Me cuenta que al final de los años 70 recibía innumerables cartas de admiradores, de gente que amaba su obra y entre ellas las cartas de su amado Yann.

—Esta es la última escena de mi vida que le voy a mostrar. El día que vino Jean a traerme flores y se quedó conmigo hasta el final.

La veo, es un día de 1980, Jean, 38 años menor que ella viene a buscarla. La ama. Ha decidido solamente leerla a ella, a nadie más. Se encuentran, terminan acercándose a los cuerpos. Pero los separa no sólo la distancia de la edad sino también la homosexualidad de Yann.

—Dios hizo dos cosas mal, la muerte y la homosexualidad.

Ella nunca pudo entender las escapadas de su niño amado. Yann se quedó a vivir con ella y cada vez que volvía de sus viajes por sexo, ella sentía ganas de torturarlo. Imaginar esos cuerpos de hombre que él buscaba la enfermaba. De todas maneras, él fue la compañía, él y su hijo. Ese hombre la acompañará en el alcoholismo, en las curas, la vio enloquecer. Soportó las manipulaciones, los maltratos. todo.

—¿Sabe usted que Yann murió en 2014?

—¿Y que escribió un libro sobre usted?

Entramos al edificio, subimos la escalera, llegamos al departamento y nos acercamos a una de sus ventanas, una de las pocas desde donde se ve el mar. Entonces la vemos a ella, con Jean y Outa, su hijo, caminando por la playa. Sé que estamos llegando al final del encuentro. Tengo tantas preguntas por hacerle, quisiera saber tantas otras cosas de su vida. Pero ya sé que estos recorridos por el más allá son así, a voluntad de ellos no de la mía.

—Por favor dígame cómo es su muerte.

—Ay mi niña, la eterna observación del agua. El río o el mar. Aguas en movimiento que eternamente me relatan la despedida, el pasó del tiempo, la muerte, siempre la muerte que me acompañó en vida y me sigue acompañando ahora.

* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).